miércoles, 30 de noviembre de 2011

ANA, DE LA ESTERILIDA A LA FECUNDIDAD

El camino de Ramá al templo de Silo era largo y seco. Todos los años, Ana hacía el viaje de dos días para adorar y ofrecer sacrificios al Señor. Viajaba con su familia, incluyendo a su esposo Elcana, además de la otra esposa de éste, Penina, y con los hijos de ésta. Pero, desdichadamente, Ana era estéril.
Cada año, Elcana pagaba por los sacrificios que había que ofrecer como expiación por los pecados de la familia, y también hacía ofrendas de agradecimiento por la provisión de Dios y sus bendiciones. Sus acciones indican que era un hombre justo interesado por honrar al Señor. Sin embargo, la Biblia nos dice que la familia de Elcana estaba profundamente preocupada.
La esterilidad de Ana no era solo motivo de dolor para ella, sino que también amenazaba la continuidad de su linaje. Los hijos eran vistos como bendición de Dios, como prueba de su favor, y como los futuros proveedores de la familia. Los varones, en particular, perpetuaban el nombre de su padre y acrecentaban su riqueza.
Fue, tal vez, por la esterilidad de Ana, que Elcana había tomado una segunda esposa, Penina. Ésta le dio muchos hijos e hijas, pero en vez de que esto le diera un motivo para ser amable o generosa, sus logros como esposa sacaron a la luz lo peor de su carácter. Penina “la irritaba [a Ana], porque Jehová no le había concedido tener hijos. Así hacía cada año, cuando subía a la casa de Jehová” (1 S 1.6, 7). Para Ana, el tiempo dedicado para adorar al Señor significaba también expresar una dolorosa humillación, y un recordatorio público de que el Dios que ella amaba no había respondido sus oraciones. En vez de eso, Él había decidido bendecir a su rival, una mujer cruel y malintencionada.
Ana tenía varias opciones para aliviar su dolorosa situación. Pudo haber señalado a Penina, culpando a esta maliciosa mujer de todo su dolor y aflicción. Pudo haber insistido en que Elcana enviara lejos a esta otra esposa, o haberle pedido que engendrara un hijo con una criada suya para que ella lo criara como suyo. Pero las acciones de Ana nos dicen que ella no quería cualquier respuesta: quería la respuesta de Dios.
Después de llegar a Silo para adorar, Ana salió sin ser vista por su familia, para orar. Oró para sí misma, y por sí misma, lo cual era algo inusual. Los sacerdotes, en ese tiempo, hacían sacrificios por las familias y oraban por ellas. El hecho de que Ana le suplicara al Todopoderoso por su propia cuenta, no era el procedimiento habitual.
Rompió con la tradición por su desesperación, no por rebeldía, ya que el dolor que le producía sus oraciones sin respuesta la había llevado a buscar la ayuda divina de manera diferente.
Mientras Ana oraba, su boca se movía con palabras indecibles de sufrimiento. Le rogó a Dios que le diera no solo un hijo, sino que también fuera varón, y prometió ofrecerlo como siervo del Señor para siempre. Los primogénitos en Israel eran siempre considerados propiedad de Dios, pero Él ya había provisto una manera de “redimir” simbólicamente a cada hijo. Sin embargo, Ana le prometió que no redimiría al niño, sino que éste viviría en el templo y le serviría al Señor durante todos los días de su vida. Poco después de regresar a casa, Ana concibió un hijo, a Samuel, quien llegó a ser el último y quizás el más grande juez de Israel. Cuando la nación de Israel experimentó el cambio de gobierno a la monarquía, fue Samuel a quien Dios llamó para ungir a Saúl, y después a David, como reyes.
Al igual que Ana, nosotros también podemos sentir aflicción por las oraciones sin respuesta; a veces tememos que podamos incluso, perder la fe en el Dios que nos ama. Pero puede también llevarnos a hacer peticiones atrevidas, ruegos que pueden ser justamente lo que el Señor desea para nosotros, y de parte de nosotros.
Si estamos alerta y somos pacientes, Él puede llevarnos a un punto donde lo que se requiere de nosotros es que hagamos valientemente una nueva petición.
Ana buscó la voluntad del Señor, no solo un escape temporal de su dolor. Estuvo dispuesta a romper con la costumbre y la tradición, para derramar su corazón al Señor y pedirle osadamente que interviniera. Las acciones de Ana revelan que entendía que
Dios tenía el control, y que solo Él podía cambiar su situación y aliviar su dolor. A veces, nuestras peticiones pueden quedar sin respuesta por razones que no podemos entender. Es posible que hayamos sido elegidos para que Él pueda revelarse a nosotros de una manera nueva. La oración no respondida no significa que ha sido rechazada o ignorada. Puede indicar, más bien, que el Señor está obrando en una escala mucho más grande que la que podemos imaginar, porque Él ciertamente “es poderoso para hacer todas las cosas mucho más abundantemente de lo que pedimos o entendemos” (Ef 3.20)

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